Ballenas en el Ártico

Cola de una ballena sobre el mar, con el horizonte al fondo
Foto por Tim Taylor
—Salgo a la calle un momento.

—¿A dónde vas?

—Nada, necesito comprar una cosa, que me he olvidado.

María baja a la calle sin dar más explicaciones. Tampoco parece necesitarlas su novio, Miguel, que abducido por la pantalla radiante de su ordenador, anda entretenido en defender el Ártico. A María, todo lo que tiene que ver con las ballenas, el calentamiento global, y la ecología en general, le resulta indiferente.

Por el camino, María va dándole vueltas a sus propósitos de Año Nuevo. Miguel la lleva conminando en las últimas semanas a que enderece el rumbo. Según él, algo empieza a no funcionar entre ambos. «Te estás abandonando, y no soporto verte así. Ahora que tienes tiempo, deberías embarcarte en alguna aventura», le dijo el otro día. Tal vez Miguel tenga razón: desde que se quedó sin empleo, María apenas sale de casa para nada. Tampoco siente la necesidad. Ni tiene el ánimo para ir a ninguna parte...

María llega al estanco. La larga fila de clientes acrecienta su contrariedad. Lleva una semana sin fumar y la ansiedad le puede. Uno de sus propósitos de Año Nuevo era dejar el tabaco: su novio no soporta esa manía suya de fumar a todas horas. «Miguel ya sabía que fumaba cuando empezamos a salir», se reivindica; la excusa perfecta para que su empeño de dejar el tabaco le dure menos que poco. «Prometo que ésta será mi última cajetilla», se engaña a sí misma.

Mientras le da vueltas al tema del tabaco, se exaspera: la cola avanza a paso de tortuga marina.

—Perdona, voy detrás de ti —le dice un tipo que acaba de llegar—. Si alguien pide la vez, dile que vengo en un minuto.

—Mira, a mí no me compliques; espera tu turno, como todos.

—Es que tengo el coche mal aparcado en la puerta de un garaje, y alguien está pitando. Anda, hazme al menos el favor de comprarme un paquete de Fortuna; ahora te lo pago.

El tipo abandona la fila a la carrera.

María piensa que ha sido bastante borde con ese hombre; tampoco es como para ponerse así. Pero se desdice de seguido: le parece un caradura. Si pretende que le compre un paquete de cigarrillos, al menos podía haberle adelantado el dinero.

—¿Sí? —pregunta el estanquero.

Ahora que le llega el turno, María duda la respuesta.

—Un Fortuna... No; mejor dos.

Sale del estanco, con los dos paquetes de tabaco en mano. «¿Dónde se habrá metido el tipo del coche mal aparcado?», se pregunta. Está más calmada, así que, por el momento, decide esperarlo. Deslía el precinto de uno de los paquetes, lo abre, saca un cigarrillo, se lo lleva a la boca, agarra el mechero que guarda en el bolsillo del pantalón, el izquierdo. Se enciende el cigarrillo, le da una calada profunda... Luego expele el humo, que enturbia por un instante la atmósfera cercana, también la de sus pensamientos... Hace frío, se arrebuja en el abrigo, se marca un zapateado breve. El hombre no aparece. Nubecillas de humo se volatilizan con sus pensamientos, igual que su propósito de Año Nuevo de no fumar. Hasta que por fin regresa el tipo a por su tabaco.

—Perdona la tardanza, es que no encontraba dónde dejar el coche.

—No te preocupes, no tengo prisa. Toma, tu cajetilla.

—Creo que por algún lado tengo monedas sueltas...

El hombre rebusca entre los bolsillos de su chaquetón.

—¿Quieres uno? —María le ofrece uno de sus propios cigarrillos. El hombre duda si tiene sentido aceptarlo.

—Pero son tus cigarrillos...

—No te preocupes, tengo más. Además, ésta es mi última cajetilla, porque pienso dejar esta mierda —vuelve a mentirse María.

—Pues yo no pienso hacerlo, así que venga ese pitillo —acepta al fin el hombre—. ¡Vaya, también yo fumo Fortuna!

—Lo sé; acabo de comprarte la cajetilla que me encargaste.

Los dos sonríen. El hombre encuentra las monedas y salda su deuda con María; ésta le ofrece lumbre.

—¿Cómo te llamas?

—María —responde entre un castañear de dientes.

—Yo Luis. Hace frío en la calle esta tarde, ¿eh? ¿Te apetece un café?

—¿Ahora?

—Cuando acabemos los cigarrillos. En algún bar.

—Obvio, claro... —María vuelve a castañetear, y a sonreír—. Pero ¿y tu coche?

—No te preocupes, ya lo dejé bien aparcado.

María piensa que no le apetece volver a casa tan pronto. Acepta ese café...

Después del café, María y Luis vuelven a echarse otro cigarrillo en la puerta del bar. Ahora invita él. Las colillas de sus pitillos terminan entrecruzadas, en eterna conversación sobre la acera sucia y gris.

Cuando María reaparece por casa, Miguel abandona su puesto frente al ordenador. Siente curiosidad:

—Sí que has tardado... ¿Dónde estuviste?

—Por ahí... Es que no encontraba lo que andaba buscando. ¿Qué tal las ballenas?

—¡No me digas que has vuelto a fumar! Hueles a tabaco.

—¡Vaya, me pillaste! Lo siento por el calentamiento global...

—Poco te ha durado tu propósito de Año Nuevo...

—Oye Miguel. Creo que tienes razón, en lo de que debería salir más. Quizá podríamos viajar a algún lado, ¿no?

—¿Viajar a dónde?

—No sé... Por ejemplo al Ártico. A cazar ballenas.

—Estás tonta...

Miguel regresa con sus ballenas, pero María no se siente celosa. Está contenta, porque tiene un nuevo plan para el nuevo año. Luis la ha emplazado para el día siguiente en el mismo bar, a la misma hora. Y, aunque en un principio tenía dudas, acaba de decidir que por nada del mundo piensa faltar a esa cita. Compartirá con Luis otra conversación, un café reposado, otro par de pitillos... Y luego, tal vez, se lo lleve a un mar impetuoso de aguas tórridas. Para cazar ballenas...

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