Arrullos para un final de vacaciones

(Continuación de La amante de Picasso. Comenzó en El veraneo)

Nevera
Elvira andaba maquinando alguna argucia con la que convencer al conductor para que llevase el autobús a toda velocidad. También era mala pata que se hubiera pinchado una rueda, con lo que el el bus se había demorado media hora larga, hasta que el chófer logró solventar la avería. Cierta angustia la afligía, porque veía que no llegaban a tiempo a su destino. Temía que su niño el mayor, el Andresito, que venía en otro bus desde el pueblo de la tía Charo, se quedase igual que un huérfano, desamparado esperando solo en la estación. Pero el chófer, indiferente a sus lamentos de madre abnegada, ya le había dicho, una y mil veces, que no le estaba permitido ir más deprisa, que atentaba contra las normas de tráfico y no quería tener disgustos con la Guardia Civil.

Lo que más le sacaba de los nervios a Elvira era ver al marido todo repanchigado en su butaca, como si le importase un comino la suerte de su hijo. Incluso el muy cachazudo, apoltronado en el asiento inclinado hacia atrás, había intentado dormirse y todo. La tenía frita, pero ella ya se encargaba de desperezarlo hincándole el codo de vez en cuando, y apretándole las tuercas para que hablara seriamente con el conductor. Timoteo había intentado esquivar sus argumentos, insistiéndole que el niño no era tan pequeño, ni tan tonto como para no saber qué hacer si se le tocaba esperar. «¡Pero cómo que no es tan pequeño, si sólo tiene seis años!», había protestado ella. «Seis años para siete», había puntualizado él. A Elvira, más que nada, la derrotaba la pachorra congénita de su marido.

No llegó a adivinar Elvira, que el bus en que regresaba su chico el mayor estaba tan desmigado y achacoso que si arribó ese día a puerto fue de puro milagro. Se podía haber ahorrado todo el sofoco y el mal genio con que aderezó al marido durante el viaje. Para cuando su bus llegó a destino ya no hubo remedio para restañar las heridas conyugales. Timoteo no se atrevió a echar más leña al fuego, y simplemente calló por fuera. Aunque en su interior hervía a fuego lento, a pesar de lo calmoso que era. Como dos pasmarotes, a ambos no les cupo más remedio que aguardar la llegada del Andresito, postergados, igual que dos enseres inútiles, contra uno de los muros descascarillados de la estación, entre el gentío de viajeros de ida y vuelta.

Más de cuarenta minutos les tocó esperar. El pequeño Andrés parecía un pollito cuando descendió del autobús, destilando sudor entre el vello fino de su carita de ángel. Cual bayeta, Elvira restregó su mano, también ensopada, por el rostro del niño, en un intento, tan maternal como inútil, por absorber el sudor. Luego lo apretujó contra sus labios, para besuquearlo sin miramientos. El papá aprovechó un resquicio libre para acariciarle el cabello. Entonces Elvira, adueñándose del Andresito por completo, envío al marido en busca de la maleta del niño.

El marido debía ser medio tonto, pues no servía ni para recoger una maleta. Elvira escudriñó el maletero del autobús, y determinó que algún amante de lo ajeno había birlado el equipaje del pequeño Andrés. «¡Con que ya es mayor y puede apañárselas solo!», clamó a los cuatro vientos. Preguntó al niño si la tía Charo había guardado la maleta en el portaequipajes. Entonces el pequeño señaló el único bulto que descansaba ya en el maletero: la maleta triste y acartonada que viajó con él de veraneo, tornaba ahora remozada con dibujos coloristas y felices. Elvira aludió a la salud mental de su tía, meneando la cabeza con aire de resignación. El marido, con una sonrisilla contenida que acentuaba su aspecto bobalicón de macho castrado, inclinó la cerviz para recoger el equipaje de su hijo.

Los tres llegaron a casa extenuados, por tanto viaje y calor. Aunque Elvira recibió, por fin, el solaz que le otorgaban unos territorios de los que se reconocía como única dueña y señora, la despensa y el frigorífico le salieron con el cuento de que andaban tan desnudos como les habían traído a este mundo. Siendo domingo y las horas que eran, montar una expedición a la caza de una tienda abierta en donde encontrar algo de comer, constituía una empresa vana. Así que Elvira se aventuró a casa de su vecina, a ver si al menos le podía prestar un par de huevos y unas cuantas patatas. Esquivó como pudo el ímpetu chismoso de la vecina, que lo quería saber todo sobre sus vacaciones en la playa: «Todo bien, el apartamento chiquito pero limpio, la mar salada, el cielo sin una nube, sólo me mojé los pies, y en los baños una cola que pa qué te cuento. Mi Timoteo me invitó a helado y sardinas. Al Andresito ya lo recogimos, que vino del pueblo, de visitar a mi tía Charo, ya te conté; a los dos pequeños los iremos esta tarde a buscar. Anda, déjame por favor unos huevos y unas patatas para que podamos comer siquiera una tortilla, que tengo la casa pelá». De paso la vecina le agradeció las gachas que Elvira le había preparado antes de las vacaciones, «riquísimas», y le devolvió el plato vacío y limpio.

La tortilla de tres huevos y cuatro patatas se esfumó en un visto y no visto. Como supo a tan poco, Elvira anticipó una de las sorpresas que traía para sus hijos, sacando de la maleta una tableta de turrón que había allí guardado para cuando todos estuvieran reunidos. Le entregó un pedazo al Andresito, no sin antes hacerle prometer que no le contase nada a sus hermanos. El niño aceptó el trato que su madre le imponía. Mientras daba cuentas de su porción de turrón, le relató a los papás cómo la tía Charo le daba de merendar, todas las tardes, pan con chocolate. Al hilo de esa declaración, Elvira aprovechó para interrogar al chiquillo acerca de su estancia en el pueblo y las particularidades de la tía.

Timoteo se disculpó entonces, para ir a echarse un rato la siesta. Pero su mujer le reclamó que primero quitase la mesa y fregase los cuatro platos sucios de la comida. Desde la cocina, entremezclado con el sonido del agua del grifo y el entrechocar de la loza, se podía escuchar con claridad el hilo de voz del Andresito. Timoteo afinó aún más el oído cuando sintió al chiquillo decir que la tía Charo tenía un amigo, allá en París, que se llamaba Pablo, que le había regalado una escultura que a él le daba mucho miedo, porque representaba como a un demonio, pero que a la tía le gustaba mucho porque ese señor era su novio y se lo perdonaba todo. El papá se sintió tan intrigado con la historia de aquellos amoríos desconocidos en que andaba envuelta la tía, que tras terminar de fregar se olvidó de su siesta, y volvió a sentarse en torno a la mesa junto a su mujer y su niño, para continuar escuchando la novela.

Al ver la expectación que generaba con su crónica, Andresito se creció. Relató cómo todas las tardes acompañaba a la tía a casa de unas señoras muy, muy viejas, que eran unas amigas suyas pero un poco raras. Todas iban de negro menos la tía, que era la única que no se vestía de bruja, sino que todos sus vestidos eran de colores muy alegres, ya que era la jefa de todas las demás. El niño también contó que aquella viejas se reunían en una habitación oscura con todas las persianas bajadas, y que allí olía como cuando llenan de flores la iglesia. Andresito dijo que las señoras se entretenían en echar cartas sobre una mesa redonda, y fantaseó —porque le pareció que quedaba bien para la historia— con que en medio de la mesa había una bola cristal, en la que las viejas decían ver cosas extrañas que él no entendía muy bien. La tía Charo, sobre todo, casi nunca estaba de acuerdo con lo que las otras decían ver, y por eso las demás se burlaban de ella todo el tiempo.

Timoteo preguntó al niño si había llegado a conocer al novio de la tía Charo. Andresito respondió que no, pero que había visto una foto reciente suya que tenía la tía colgada en la pared, en una habitación azul, y que aquel hombre era calvo como una sandía.

Elvira, algo preocupada porque la tía hubiera llenado de pájaros la mente inmadura de su pequeño Andrés, consideró que ya estaba bien de tanto cuento sobre brujas y amoríos. Tenía más que suficiente con que la tía le hubiera pintarrajeado una de sus pocas maletas, con un desatinado paisaje de monigotes indignos de un equipaje formal. Así que aprovechó para cambiar de tercio y poner a todos en marcha, camino del hospicio de las Hermanitas de San Cipriano. Ya iba siendo hora de que fuesen a recoger a sus dos pertenencias más valiosas: sus dos hijitos más pequeños. Rebuscó en la cómoda el recibí que le entregaron las monjas, a cambio del depósito de los niños, y para allá que se fueron los tres.

Con la cara larga de funeral que usaba por costumbre, la madre Filomena recibió a Elvira y compañía. Les informó que los niños andaban correteando allá en el pinar. Así que, o se daban un paseíto e iban a buscarlos, o esperaban a que regresaran de sus juegos. Timoteo hubiera preferido esperar. Pero como a su mujer siempre le inquietaba en gran manera lo de no hacer nada, preguntando, preguntando por el pinar, allí que se presentaron los tres.

Por lo que fuera, no encontraron ningún chiquillo; sólo cuatro o cinco pinos solitarios, y una nube de polvo que parecía el rescoldo de una cruenta y reciente batalla. A Elvira le molestó que su marido le reclamase que habían hecho la caminata en balde, como si ella no se percatara de lo evidente. Tomaron el camino inverso por donde habían venido. Nada más traspasar el portón del orfanato, se dieron de bruces con un enjambre caótico y bullicioso, de personitas que, por fuerza, debían estar implicadas en el asunto de la atmósfera revuelta y densa que encontraron en el pinar.

El enjambre calló repentinamente, cuando uno de aquellos zánganos alborotados gritó «¡mamá!». La palabra prohibida provocó un silencio incómodo, que encogió, por motivos bien distintos, tanto el corazón de los adultos allí presentes, como el de los chiquillos huérfanos. El que gritaba era Juanito, que, indiferente al maremoto de emociones que desataba, atravesó el patio a la carrera para ir a abrazar a su madre. Anita, la hermana menor, fue más cautelosa con los sentimientos de sus amiguitas, y antes de partir hacia donde estaba su familia se disculpó por tener que interrumpir el juego de turno.

No tardó la madre Dolores en intentar recomponer el ambiente de funeral que estaba provocando la partida de los dos niños. Por enésima vez en aquel verano, volvió a interpretar el papel del rey Luis XIII que Alejandro Dumas perfiló en su obra «Los tres mosqueteros». Con la colaboración de la hermana Martina, arremolinó a sus pequeños espadachines y damiselas en torno suyo, y por medio de palabras confidenciales, les invitó a unirse a una tarea encomiable que sólo ellos y ellas podían llevar a cabo. Para que Juanito y Anita tuvieran una despedida como Dios manda, y nos les olvidasen jamás, entre todos debían interpretar la canción secreta de los tres mosqueteros.

A lo lejos, aún se percibía nítido el coro de voces angelicales, cuando, rumbo a casa, Elvira y su familia franquearon los límites de la calle del orfanato. Durante el camino, Juanito no paró de referir anécdotas sobre batallas y emboscadas, en las que él siempre era el caballero D'Artagnan, y, con su espada, daba cuenta de los malos. Por su parte, Anita andaba más mimosa que de costumbre. Lloriqueó porque quería quedarse un ratito más a jugar con sus amigas del hospicio. Le preguntó a su mamá si podrían venir, todas ellas, a dormir alguna noche a casa. Elvira le aseguró que no había ningún impedimento para ello, que un día papá iría a buscarlas y les harían un huequito para que todas, las treinta y ocho, durmiesen en su habitación. Juanito también pidió permiso para traer a sus amigos. Su mamá le dijo que contase también con ello, que en casa cabrían todos, y que también podían quedarse a dormir las monjas, si no tenían otra cosa que hacer. Quizá por su facilidad para dibujar, la fantasía de Andresito no estaba reñida con su sentido de las proporciones. Tras escuchar las peticiones de alojamiento desmesurado de sus dos hermanos, manifestó con rotundidad a su padre: «No van a caber todos».

Cuando llegaron a casa, Elvira ordenó al marido que llenase la bañera de agua. Primero se dio ella un remojón rapidito; luego apremió a Timoteo para que, en el mismo agua, procediese de igual manera. El siguiente en la lista fue el Andresito, que avió Elvira en un santiamén. Para el final dejó a los dos pequeños. En los recovecos de sus diminutos cuerpos, el polvo del pinar había hecho costra con el sudor, formando una pátina de color entre ocre y ceniciento. Sólo gracias a su acreditación de madre certificada, consiguió Elvira desprender aquella terca suciedad, y no sin ciertas dificultades. Para ello, primero remojó a los chiquillos con una esponja, antes de restregarlos a conciencia con el estropajo. Después de secarlos, ponerles sus ropitas y peinarlos, le quedaron como de Primera Comunión.

Ya iba acercándose la hora de cenar. Como la despensa seguía igual de desconsolada, Elvira envió al marido a ver si daba con algún bar abierto y le podían servir unos cuantos bocadillos. Los tres niños cogieron al vuelo la onda del recado, y suplicaron al papá que les trajese también una Pepsi Cola. La mamá liquidó las expectativas refrescantes de sus tres retoños, replicándoles que para pepsicolas estaban, después de todo el gasto que habían supuesto las vacaciones.

Mientras el papá acudía solícito a pescar algo de cena, Andresito, por entretenerse, fue en busca de la maleta de colores que había traído del pueblo. Aparte de unas cuantas mudas de ropa usada, del interior sacó todo un surtido de lápices de colores, pinturas, y cuadernos de dibujo. «¡Ya te dejó en herencia la tía Charo su vicio de pintar!», exclamó su madre. Por un momento Elvira temió que se fuera a poner perdido de pintura, sobre todo ahora que estaba recién bañado. Pero el niño la desarboló con el ritual cuidadoso con que desempacaba aquellos chismes de artista, así que simplemente le puso una condición: «Cuida que tus hermanos no toquen tus pinturas, no se vayan a manchar». En el fondo, Elvira quería evitar que Anita y Juanito malograsen aquellos materiales que veía tratar a su Andresito con tanto primor.

Cuando Timoteo regresó por fin con los bocadillos, al pequeño Andrés le había dado tiempo de retratar, en uno de sus cuadernos, a toda la familia, incluyendo a la tía Charo. Con sorna, Elvira le preguntó al marido si había ido hasta la otra punta de la ciudad a por los bocadillos. Él puso la excusa de que se había encontrado en el bar con un vecino; ella, por su aliento afrutado, adivinó que se había tomado un chato de vino. Se sentaron todos en torno a la mesa para cenar. Como por arte de magia, Timoteo hizo aparecer un litro de cerveza y otro de gaseosa; los niños aplaudieron emocionados. Elvira también se unió a la fiesta, rellenado con gaseosa, hasta poco más de la mitad, los vasos de todos. Claro que, el de ella y el de su marido, los terminó de completar con cerveza.

Toda la familia ayudó a recoger la mesa después de cenar. Elvira sacó los regalos que había traído, nada menos, que desde la playa. Explicó a los niños que el mar era como una alberca infinita y salada. Confesó que lo que más le había gustado de aquel lugar, que habían visitado papá y mamá, era el turrón y las sardinas a la brasa. Hizo aparecer, intentando emular la puesta en escena del marido, la media tableta que quedaba de turrón. Antes de hacerla añicos, guiñó un ojo al Andresito; después repartió los pedazos entre todos los presentes. A continuación, Elvira sacó un pañuelo anudado en forma de hatillo. La paciencia que le faltaba a ella le sobró a su marido para deshacer el nudo de aquel envoltorio. El pañuelo se abrió como una flor que dejase caer con levedad sus cuatro pétalos. En su interior escondía una colección preciosa de conchas y estrellitas de mar, que los tres niños se disputaron bajo la intermediación apaciguadora de la madre.

El número final de Elvira estaba reservado para una gran caracola en la que, según dijo a los niños, se podía escuchar el mar. Por riguroso orden de menor a mayor, los tres niños arrimaron su orejita a la cavidad portátil que un día olvidó una ola en una playa de Villajoyosa. Cada hermano dio su interpretación particular sobre el murmullo marino que salía de dentro, siendo el más expresivo Juanito, que manifestó que el mar sonaba igual que el aliento de un fantasma.

Cuando poco más tarde el cansancio empujó a los tres niños hacia sus camitas, el eco fantasmagórico del rumor de olas se encargó de arrullarlos para que se quedaran dormidos. Antes de irse a dormir también, Timoteo apuró la botella de cerveza y echó un eructo sin ningún complejo de culpa. Poco más tarde, ya metido en la cama, el sueño no tardaba en vencerlo. A su lado, Elvira hacía balance de unas vacaciones efímeras, arrullada, desde la cocina, por el runrún del frigorífico deshabitado...

Comentarios

  1. Genial! Ahora sí me doy por satisfecha.

    Que bien.

    Habrá que intentar publicarlo ¿no?.

    Salud!

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  2. Me ha gustado mucho tu relato por partes. Enhorabuena!

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  3. Gracias a los dos, me alegro de que guste la historia.

    Publicado ya está aquí, Pensadora, creo que pasarla a papel no depende sólo de mí. Si la intento moverla por ahí, probablemente la tenga que quitar del blog.

    Saludos...

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