Una semana de aúpa

(Continuación de Pues tampoco era para tanto. Comenzó en El veraneo)

La madre Martina se deslizaba, por el claustro del hospicio viejo, con una vaporosidad de ángel que desmentía por completo a la enormidad de su cuerpo. Con pasos callados acechaba las pillerías de los infantes más terribles, entretenidos en atrapar lagartijas que se les escabullían por entre sus minúsculos dedos de ajolote. Pero la madre Martina no les reprendía a las primeras de cambio, sino que, en silencio, aguardaba oculta tras la espesura de algún limonero del patio, hasta que conseguía reunir pruebas irrefutables e inequívocas de la fechoría que estaba teniendo lugar delante de sus propios ojos. Para no espantar a los polluelos, y por no contradecir lo solemne de su autoridad, intentaba contener a duras penas una risilla nerviosa y congénita, que al final siempre terminaba advirtiéndolos de su presencia, y delatando una dulzura que amortiguaba el susto que se llevaban. Luego les conminaba a que pusieran en libertad al pobre reptil cautivo, en pro de un amor universal hacia el prójimo y todas las criaturas. Pues como cualquier niño, las lagartijas también eran hijas legítimas de Dios.

Ya desde el principio, Juanito y Ana supieron reconocer la magnanimidad de la madre Martina. Comprendieron, en seguida también, que con la madre Filomena había que andarse con más cuidado. Les venía a despertar a primera hora de la mañana, zarandeando con efusión el badajo de una enorme campana de bronce, la que colgaba de la pared del pasillo que daba a los dormitorios de los niños. Apenas distaban un par de metros, las dos puertas descascarilladas que daban acceso a las dos grandes estancias comunales: a un lado de la campana, la de los varones, y al otro la de las féminas.

Si a algún perezoso se le pegaban las sábanas, la madre Filomena lo sacaba de su dulce sueño sin contemplaciones, agitando la litera con un empeño semejante al que había empleado, momentos antes, para menear la campana. Por si fuera poco, la resonancia de su vozarrón de monja veterana terminaba de desperezar a las bellas o bellos durmientes. Los apremiaba para que acudieran al aseo, a quitarse las legañas y a lavarse sus caritas somnolientas. Tenía la madre Filomena cierta obsesión con que todo estuviera pulcro y ordenado, y, más que nada, ponía todo su empeño en que, después del aseo, las orejas hubieran quedado bien limpias. Antes de desayunar, y después de que hubieran adecentado sus camastros dispuestos en dos alturas, hacía colocar a su pequeño ejército de mocosos delante de las literas. Pasaba revista con la parsimonia de un sargento resignado a los sinsabores de su cargo, sometiendo de un tirón las sábanas rebeldes en que atisbase la menor montaña de arrugas. Escudriñaba el interior de algún oído escogido al azar, perdiendo el dominio de sí misma si, por casualidad, descubría algo de cerumen en aquella orejita que la escuchaba clamar a los infiernos en un lenguaje no apto para menores.

La primera noche que pasó en el hospicio, a Ana se le escaparon unas cuantas lágrimas, porque no le permitieron dormir en la misma habitación que su hermano Juanito. Desconfió de los argumentos que, por animarla, su madre le diera antes de recluirla allí por vacaciones, quien le había garantizado que en aquel hotelito lo iba a pasar fenomenal. Días más tarde también lloraría de pena, la última noche que pasó en el hospicio. Con una lucidez impropia para sus cuatro años de edad, supo que no volvería a compartir más revelaciones ni confidencias secretas con aquellas amigas huérfanas que acababa de conocer. A Juanito, que era un año mayor que ella, le ocurrió algo parecido. A mitad de semana juró a sus compañeros que jamás se separaría de ellos. Aunque la promesa se desvaneció en el recuerdo en cuanto vio aparecer por la puerta a su querida madre, cuando por fin vino a rescatarlos, a él y a su hermana.

Los desayunos en aquel lugar eran a base de una leche tibia y aguada, y pan untado con mermelada de manzana. Tras desayunar, las monjas soltaban a la chiquillería para que campase, a su libre albedrío, por el patio grande. Los niños jugaban al fútbol, intentando patear un balón de trapo que perseguían, todos a una, como abejas enojadas. De vez en cuando la pelota traspasaba la línea imaginaria que unía dos piedras, alguno de los niños gritaba «gooool», y aquel enjambre humano dejaba a un lado la pelota para formar piña en torno al que había alzado la voz. Juanito cautivó a los demás niños por su destreza con el balón, por lo que pronto lo ascendieron a capitán de uno de los equipos.

Las niñas evitaban el juego embrutecido de sus compañeros. Se ponían a salvo de empellones y pelotazos eligiendo diversiones más pausadas y tranquilas. Unas, saltaban a la comba con una vieja cuerda de tender la ropa que les habían regalado las monjas. Otras, se afanaban en dibujar garabatos en el suelo empedrado con trozos de tiza; maldecían a los muchachos cuando traspasaban, en pos del balón, los confines de sus dibujos, que quedaban emborronados tras el paso en tropel de los futbolistas.

A media mañana, acudía la madre Filomena en busca de algún voluntario que la acompañase a pedir limosna por las casas de familias bien. El primer día que presenciaron aquella escena, Juanito y Ana no consiguieron adivinar por qué todos sus compañeros alzaban animosos la mano. La madre oteaba el panorama de bracitos cimbreantes como espigas mecidas por el viento. Al final siempre elegía como acompañante a un niño de aspecto raquítico y ojos lastimeros llamado Raúl. Las hermanas le cambiaban la bata de rayas blancas y azules que llevaba puesta por otra con remiendos, y le hacían repasar, delante de los otros muchachos, una frase que debía pronunciar ante una señal convenida por la madre: «Madre, ¿hoy tendremos algo que llevarnos a la boca?». Raúl interpretaba tan bien una función que conocía de memoria, que conseguía dulcificar la aspereza de la madre Filomena. Ésta le premiaba por anticipado con un pirulí. Los demás chiquillos sentían tal envidia por el caramelo de colores, que más de uno ensayaba la frase en sus pensamientos, fantaseando con ser el elegido del día siguiente para el papel de niño menesteroso.

Durante el verano la recaudación se resentía, pues las familias más pudientes de la ciudad andaban de vacaciones. Tocaba entonces apretarse algo más el cinturón. Aunque la Divina Providencia nunca escatimaba para los niños un poco de sopa de fideos, algunas presas de pollo, y unas cuantas manzanas. En la parte trasera del hospicio, donde comenzaba un bosquete de manzanos, habían construido las hermanas un gallinero. Cultivaban también un huerto que les proporcionaba hortalizas de temporada. En invierno las sopas de col provocaban unos gases terribles, que por la noche hacían más denso e irrespirable el aire de los dormitorios de los niños, y por supuesto que el de las celdas de las monjitas.

Para Ana y Juanito, así como para los demás niños, el momento más aburrido e insoportable del día era la siesta. La hora y media de reposo obligado les parecía un tiempo perdido inútilmente. Se les hacía tediosa y larga, como si no tuviera fin. A la única que parecía vencerla el sueño era a la madre Filomena, que quedaba al cuidado de los varones durante el descanso. Los muchachos más osados se desmadraban en cuanto empezaban a escuchar sus ronquidos entrecortados, a sabiendas de que, cuando emitía aquel ruido de camión, era incapaz de sentir sus travesuras. En la estancia adyacente, la madre Martina percibía divertida el desmadre de al lado, e intentaba aguantar la risa para no alborotar a las niñas que, bajo su cargo, al menos mantenían una aparente calma.

Después de la siesta tocaba merendar, casi siempre un trozo de pan con un chorizo que parecía elaborado con retales de plástico. Los únicos sorprendidos por el pan con chocolate de todos los jueves fueron Ana y Juanito, aunque lo saborearon con idéntico deleite al de los demás niños.

Cuando terminaban de merendar, las hermanas Martina y Dolores sacaban a los chiquillos a pasear por los alrededores del orfanato. Subían hasta un descampado en el que algunos pinos, tan huérfanos como los niños, apenas ofrecían sombra en medio de un paisaje polvoriento y salpicado de escombros.

La madre Dolores era menuda y cantarina. Nada más llegar al pinar entonaba con los niños un Ave María que ella había musicalizado. Se consideraba a sí misma como una adelantada respecto a las demás sores, pues leía por las noches, a escondidas en su habitación, novelas de aventuras y otras más románticas y atrevidas, sobre amoríos almibarados. Sentía especial predilección por «Los tres mosqueteros», de Alejandro Dumas, cuyas peripecias tomaba prestadas para distraer a los chiquillos. Los embaucaba con el despliegue, a toda vela, de unos relatos sobre espadachines que, con gran entusiasmo, ella misma recomponía y ponía en escena, siempre con la ayuda cómplice de la hermana Martina. Con cuatro ramas que tomaba prestadas a los dóciles pinos, las hermana Dolores adiestraba a los pequeños varones en el arte de la esgrima de los tres mosqueteros. Pecó de soberbia la tarde en que se erigió a sí misma como rey Luis XIII. Luego blandió su espada de palo sobre la cabeza reclinada de Juanito, y con palabras de solemnidad le proclamó mosquetero D'Artagnan. Le permitió después elegir a sus tres compañeros de armas: Athos, Porthos y Aramis. Entonces se armó un tinglado monumental entre los chiquillos, provocado por los celos y desavenencias. Aquello devino en una auténtica guerra de guerrillas, que contradijo el espíritu de los tres mosqueteros. El lema fue: «Todos contra todos, y ninguno para uno».

Mientras aquellas batallas campales se sucedían cada tarde, con la aquiescencia de la hermana Dolores, la hermana Martina se transmutaba en Cardenal Richelieu. Aleccionaba a las niñas en artimañas que consideraba más propias de su sexo, como la conjura, la afectación, el envenenamiento, u otras malas artes que tan bien ejecutara Milady de Winter, en la novela de Alejandro Dumas.

Los pequeños volvían a recogerse con la caída del sol, arrastrando con ellos hasta el hospicio, para desesperación de la madre Filomena, el polvo del descampado. Nada podía hacer ella más que enviarlos de inmediato a las duchas, pues, como madre superiora que era, veía con buenos ojos que aquellos pobres huérfanos disfrutasen de una infancia sin regateos de ninguna clase. Al menos hasta donde ellas, las Hermanitas de San Cipriano, se lo pudieran permitir.

Una vez aseados, los niños tomaban un vaso de leche aguada antes de irse a dormir. Ya en sus literas, enfundados en unos camisones que a más de uno y una les venían demasiado grandes, rezaban unas oraciones tristísimas, en las que pedían por unos padres y madres que, allá desde el cielo, siempre les podían ver, en cualquier parte que estuvieran, e incluso si se escondían debajo de las sábanas. Aquella semana de aúpa que pasó volando, en que anduvieron de vacaciones en el hospicio, Juanito y Ana se preguntaron cada noche, acurrucados en sus camitas y antes de que el sueño les venciera, si su mamá y su papá también les estarían viendo a ellos, desde la playa de Villajoyosa...

(Continúa en La amante de Picasso)

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